Fue un miércoles cuando empezó
todo.
El bus de las 9:15 llegó puntual,
como cada día. Me senté en el primer asiento libre que vi sin levantar la vista
del móvil. Era un día caluroso; a pesar del aire acondicionado, se oía el
aleteo de los abanicos improvisados con papel.
Aún quedaban 4 paradas para llegar
a mi destino cuando un chico se tropezó al entrar en el bus. Llevaba gafas
redondas, un poco raras para la época en la que estamos, y se le bajaron hasta
la punta de la nariz. Con una sonrisa de disculpa a la mujer que iba delante de
él, se las colocó e hizo una mueca con la nariz.
Rara vez levanto la mirada del
móvil, pero le seguí con la mirada hasta que se sentó en el asiento de en frente.
Observé hipnotizado cómo sacaba una libreta de un maletín beige y estudiaba
atentamente una letra bastante irregular. Estaba tan distraído por el mechón de
pelo negro como el carbón que le caía en los ojos una y otra vez, que olvidé
por completo mi parada.
Ese miércoles llegué tarde al
trabajo.