miércoles, 11 de mayo de 2016

El reloj de arena.

     El 3 de Julio fue un día inusual.

    A pesar de estar en pleno verano, una tormenta de lluvia azotaba la ciudad y el cielo estaba gris, de modo que Tom aprovechó el día para ir a su museo favorito. No es que le interesara especialmente la colección, pero había una gran escultura que le hipnotizaba: el enorme reloj de arena en mitad de un salón. Podía pasar horas y horas observando cómo caía la arena; le relajaba. Sin embargo, nunca se había quedado tanto tiempo como para que todos y cada uno de los granos acabaran de caer.
     Siempre se preguntaba cómo le darían la vuelta cada noche.
     Al llegar, observó que el banco en el que se solía sentar normalmente estaba ocupado por una chica que parecía tomar notas. Cuando se acercó se dio cuenta que en realidad estaba dibujando un loro majestuoso con las alas estiradas. Tom se sentó a su lado intentando no molestarla y se quedó mirando el reloj, como hacía normalmente, hasta que ella habló.
     –¿Eres Tom el cartero?
     Él, desconcertado por la pregunta repentina solo pudo asentir con la cabeza, a lo que ella le respondió con el mismo gesto. Sacó la lengua mientras fruncía el ceño, intentando dibujar una parte del ala del loro. Sin levantar la mirada ni el lápiz del papel dijo:
     –Lo siento mucho, pero he venido a matarte.

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