Fue un miércoles cuando empezó
todo.
El bus de las 9:15 llegó puntual,
como cada día. Me senté en el primer asiento libre que vi sin levantar la vista
del móvil. Era un día caluroso; a pesar del aire acondicionado, se oía el
aleteo de los abanicos improvisados con papel.
Aún quedaban 4 paradas para llegar
a mi destino cuando un chico se tropezó al entrar en el bus. Llevaba gafas
redondas, un poco raras para la época en la que estamos, y se le bajaron hasta
la punta de la nariz. Con una sonrisa de disculpa a la mujer que iba delante de
él, se las colocó e hizo una mueca con la nariz.
Rara vez levanto la mirada del
móvil, pero le seguí con la mirada hasta que se sentó en el asiento de en frente.
Observé hipnotizado cómo sacaba una libreta de un maletín beige y estudiaba
atentamente una letra bastante irregular. Estaba tan distraído por el mechón de
pelo negro como el carbón que le caía en los ojos una y otra vez, que olvidé
por completo mi parada.
Ese miércoles llegué tarde al
trabajo.
Día 7.
9:15. Puntual. Desde hace una
semana me siento siempre en el mismo sitio, al lado de la ventana. Intento
olvidar los nervios que aumentan cada vez que el bus avanza una parada. Sin
éxito; no sé si serán mariposas lo que tiene mi estómago, pero desde luego lo
siento como si así fuera. Por la ventana veo el maletín color beige y las
malditas mariposas no paran. No aparto la vista de la ventana, pero de reojo
veo como toma el mismo asiento donde se ha sentado toda la semana delante de
mi.
Esta vez, parece seguirme la
mirada y se queda observando a través del cristal un rato. De repente aprieta
la mandíbula y vuelve a sacar la libreta de siempre. Nunca alcanzo a ver que
lee con tanta avidez, pero parece que le interesa bastante.
Esta vez me bajo en mi parada.
Día 9.
Al igual que ayer, llega a la
parada y no se sube nadie. El bus pasa de largo y no veo ningún maletín beige.
Puede que solo fuera temporal.
Día 12.
Lunes. 9:15 y ganas de dormir.
Miro sin entusiasmo por la ventana sin darme cuenta de que alguien se sienta
delante de mí. No va solo, un chico alto le acompaña y hablan durante todo el
camino, sin siquiera abrir el maletín beige. Hablan sobre una chica cuyo nombre
no pillo entre el bullicio del bus. De vez en cuando se ríe y le pone la mano
al otro chico en el brazo; les rodea una complicidad que solo puede haber sido
fruto de años juntos.
De repente me doy cuenta de que no
se nada de él, sólo que coge el mismo bus que yo y que parece tener solo un maletín.
No sé en qué estoy pensando.
Al levantarme del asiento, mis
ojos se cruzan con los de su amigo un segundo, antes de salir corriendo del
bus.
Día 16.
No más amigos el resto de la
semana. Ha vuelto a su libreta, e incluso se ha aventurado a coger un bolígrafo
y a hacer algunas anotaciones. De vez en cuando hace la mueca con la nariz para
colocarse las gafas, y se aparta el pelo de los ojos con el bolígrafo. Intento
no mirarlo, pero no puedo resistirme.
Me vuelvo a pasar la parada y
salgo corriendo hacia el trabajo para no llegar tarde.
Día 28.
Va a hacer un mes y hemos caído en
una rutina casi ensayada. Siempre me siento en el mismo sitio, y espero con
ganas a llegar a su parada. Él se sienta delante de mí, e incluso me sonríe a
veces a modo de saludo. Creo que lo he pillado varias veces mirándome pero no
sé si solo veo lo que me gustaría ver.
Día 37.
Definitivamente creo que lo he
pillado un par de veces mirándome. Cada mañana me levanto con ganas de llegar
al trabajo, sólo por el trayecto. Elijo con esmero la ropa de cada día, aunque
solo lo haga para apenas 20 minutos.
De alguna manera me tranquiliza
ver ese maletín beige. Aunque sea horrible.
Día 43.
El otoño ya ha llegado y vaya
manera de hacerlo. La lluvia casi no deja ver la calle desde el interior del
bus, pero aun así intento vislumbrarle en la parada antes de llegar.
Lleva el pelo mojado, por la
lluvia supongo, y las gotas le caen sobre los hombros de la chaqueta también
mojada. Al sentarse resopla y se quita las gafas para limpiar los cristales
empañados. Hoy mira por la ventana todo el camino, y por la expresión de sus
ojos diría que disfruta de la lluvia.
Verlo así casi hace que de repente
me guste la lluvia también.
Día 54.
El bus va abarrotado de gente.
Tanto mi asiento como el de él están ocupados cuando llego, y no me queda otra
que quedarme de pie con fastidio. No alcanzo a ver por la ventana, de modo que
intento distraerme pensando en otras cosas esperando a llegar.
Al subir, mira los asientos y los
ve ocupados. Mira alrededor suya y sus ojos se encuentran con los míos; por un
segundo me parece que está igual de fastidiado que yo. Se abre un hueco entre
la gente hasta pararse cerca de mí y se agarra de la barra por encima de su
cabeza. Me llega un olor a colonia dulce y mi cabeza da vueltas.
Día 60.
Su asiento está ocupado. Espero
con impaciencia a que la mujer se baje antes de que él llegue pero no sucede.
Sin embargo, más adelante agradecería que no lo hiciera.
Al ver el asiento ocupado, duda un
momento, pero finalmente se sienta a mi lado. Mis nervios se disparan, y se
duplican cuando él sonríe al sentarse. Saca su pequeña libreta y veo cómo busca
en el maletín y en sus bolsillos. De repente, se gira hacia mí y me pregunta si
tengo un bolígrafo que le pueda prestar.
Tardo unos segundos en procesar su
pregunta y me quedo mirándolo, hasta que me doy cuenta de que tengo que
responder y, sin pensar, le doy el bolígrafo que tengo en el bolsillo de la
camisa. Él me da las gracias con una sonrisa y se pone a escribir.
Aún con el corazón a mil, veo que
llega mi parada, y me levanto para salir. Estoy tan nervioso que no oigo cómo
me llama para devolverme el bolígrafo.
Día 61.
Esta vez se sienta delante. Nada
más hacerlo, saca el bolígrafo del maletín y me lo da.
—Ayer lo olvidaste—dice—Me llamo Hugo.
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