martes, 23 de febrero de 2016

Tick, tock.

Día 3.283.
Hoy es mi cumpleaños.
Otro año más me levanto antes de que suene el despertador y me miro al espejo. Hubo un tiempo en el que lo hacía cada día, esperando ver alguna arruga, algún indicio de envejecimiento, pero con el paso de los años he perdido ilusión. Y, como esperaba, otro año más sin envejecer ni un día. Calculo mentalmente que ya serían 9 años desde que cumplí los 18 y dejé de crecer.
Oigo el despertador en un intento fallido de realizar su función y lo dejo sonar mientras me lavo la cara. Muchas veces me pregunto cómo sería envejecer cada día, que tu piel se marque con cada risa, o sonrisa, enfado. Que tu pelo se vuelva blanco. Señales de haber vivido.
Veo parejas por la calle de camino al trabajo, envejeciendo juntos gracias a haberse encontrado el uno al otro, y me da envidia porque es algo muy difícil. Hay miles de billones de personas en el mundo, y sólo cuando encuentres a tu alma gemela, comienzas a envejecer para hacerlo juntos.
Es una manera extraña de vivir. Conoces a alguien y sin pretenderlo ya te fijas en si te ha salido algún signo de la edad. Yo aún soy joven y puedo encontrar a alguien, pero hay gente que lleva tanto tiempo viviendo que se vuelven locos. No a todos les gusta la idea de vivir para siempre.
Otros, sin embargo, matan sin miramiento a sus almas gemelas para no envejecer nunca. La posibilidad de ser inmortal les da un sentimiento de poder superior a su moralidad, y no tienen remordimiento en quitarle la vida a alguien que se supone que está hecho para ellos sólo para poder llegar vivos al fin de los tiempos.
La secretaria me saluda con la cabeza al entrar a la clínica y, al llegar a mi despacho, me pongo la bata blanca con mi nombre y el de la clínica bordados. Rápidamente pasa la primera paciente. Me cuenta lo que quiere y yo aparento escucharla aunque ya se me la historia. Cientos de personas han pasado ya por mis manos para aparentar ser más mayores.
Ana, la mujer sentada frente a mi, me cuenta una historia de que le gusta la estética de los mayores y que quiere un cambio sutil pero notable.
El tipo de gente que suele acudir a esta cirugía, suele preocuparle lo que piensen de ellos. Que los señalen por la calle y digan "no ha envejecido nada, qué solo debe estar". Aunque se inventen historias, al final del día ninguno quiere admitir, ni siquiera a sí mismos, que se operan para que los demás no piensen que están solos.
Mientras Ana ojea el folleto que le entrego sobre los tipos de cirugía, pienso en lo que nos ha convertido esta manera de vivir. He visto parejas que al cumplir los 18 se encuentran en una relación y unos años después se dan cuenta de que no han envejecido nada, a pesar de que ellos estaban convencidos de estar hechos el uno para el otro. Relaciones que se rompen porque uno de ellos empiece a envejecer al conocer a otra persona. Parejas en las que solo uno de ellos sea el alma gemela del otro pero no viceversa. Personas que acuden a mi para que les opere y aparenten envejecer para creer que son almas gemelas. Pienso en que aunque quieras mucho a una persona, puede que nunca llegues a envejecer con ella y perderte lo bonito de la relación. 
Pienso en cómo la mejor manera de decir “te quiero” es decir “me estoy haciendo viejo”.
Por fin la paciente se decide y pasamos a otra habitación para establecer los bocetos. Y así se sucede el día, hombre y mujeres que se niegan a quedarse jóvenes. Tanto estudiar para que lo único que quieran sea eso. A veces me gustaría que apareciera alguien y me pidiera otra cirugía para variar.

Un toque en la puerta me sorprendió después de la hora de comer. Cerré los documentos del ordenador y le dije a quien hubiera tocado que pasara. Una chica joven –cómo no– entró en el despacho con una sonrisa tímida.
–Buenas tardes, siéntese por favor –ofrecí amablemente.
Ella tomó asiento delante de mí y tartamudeó al empezar.
–Hola, yo…uhm…quería quitarme una cicatriz.
–¿Una cicatriz? –pregunté, sorprendido por una petición tan extraña en estos tiempos.
Ella asintió y se apartó el cuello de su camisa para que viera una cicatriz que recorría un poco de su cuello hasta la clavícula. Hacía tanto que no veía una imperfección en la piel como esa, que no puede evitar inclinarme en la mesa para observarla más de cerca. Era preciosa, no entiendo cómo alguien querría eliminar una señal del paso del tiempo como esa, o simplemente eliminar una señal de envejecimiento cualquiera. Maravillado, no pude evitar que se me escapara la pregunta:
–¿Por qué?
Ella se cubrió la cicatriz y se sonrojó.
–No me gusta.
Asentí, arrepentido de haber actuado de manera tan poco profesional. Que alguien vea una cicatriz como algo bonito no significa que los demás lo vean. Cada uno tiene sus razones. Pasamos a la habitación de al lado y ella se acostó en la camilla para que pudiera examinar la cicatriz con detenimiento. Un silencio espeso llenaba la habitación así que intenté aligerar un poco el ambiente.
–Si no es demasiado privado, ¿cómo se hizo esta cicatriz?
Eso pareció relajarla.
–Trabajo en un albergue de perros. Algunos son muy grandes y no saben controlarse, aunque su intención sea la más buena. Tristemente mucha gente no sabe eso y los abandona, pero nosotros nos hacemos cargo de ellos y a veces pasan estas cosas. Un día estaba jugando con ellos y uno me arañó sin querer.
–Perros, ¿eh? –comenté mientras ojeaba el formulario que había rellenado; sorprendentemente su edad real era de 32 años, aunque aparentara 18–. He pensado en adoptar uno, pero nunca me pongo a buscar la verdad.
–Podría venir al albergue, hay muchos perros que necesitan un hogar allí. Prometo que todos son muy buenos, a pesar de la cicatriz –bromeó con una sonrisa.
Me miró con los ojos brillando con esperanza y no pude evitar sonreír.
–Está bien, hoy sin falta me paso.
La ayudé a bajar de la camilla y nos dirigimos a mi despacho, pero antes de que ella se fuera la detuve.
–¿Ellie? ¿Es así? –ella asintió y ladeó la cabeza– ¿Podría ir a buscarlo ahora?
–¿Ya? –preguntó sorprendida.
La idea de tener alguien en casa y poder cuidarlo me había llenado de emoción, y ya que tenía una hora libre, decidí hacerlo. De modo que asentí y ella sonrió.
–Claro.
Le devolví la sonrisa, dándome cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que lo hacía, y cogí el abrigo antes de salir detrás de ella.

El resto del día pasó volando gracias a Scar, un pastor alemán, que me acompañaba en la oficina. Mientras él dormía en el sillón de la sala de descanso de los administrativos, yo pasaba consulta. Pero no era solo gracias a eso.
Mientras jugaba con los perros, Ellie me explicaba la historia de cada uno de ellos, sobre cómo había llegado al albergue y cómo era. Se le veía muy emocionada al hablar de ellos, casi parecía orgullosa, y con razón ya que muchos tenían pasados bastante oscuros. También me había contado cómo había llegado ella a llevar el albergue, como empezó con poco dinero y se fue haciendo más grande cada vez. Después de realizar los trámites, intercambiamos tarjetas con nuestros números por si necesitábamos algo.
No voy a mentir: al subirme al coche, no pude evitar mirarme en el espejo en busca de alguna señal de envejecimiento, aunque sabía que aún era muy pronto. Esa noche me costó dormir por la anticipación.

Por primera vez en mucho tiempo, el despertador sonó antes de que yo me despertara. Oí unos pasos en el salón y tardé en darme cuenta de que solo era Scar, probablemente intentando alcanzar las galletas que tenía en la encimera. Intenté no ir corriendo al espejo, y me tomé mi tiempo en la cama despertándome poco a poco. Sin embargo, al ir a lavarme la cara no pude evitarlo.
Ni una arruga, ni una cana –aunque fuera pronto para mí–, ni una marca. Nada.
En ese momento, mi móvil empezó a sonar en la mesa. No conocía el número pero aun así descolgué sin poder ocultar la decepción en mi voz.
–¿Hola?
–¿Aaron? Soy Ellie. ¿Del albergue?
Su voz me partió en dos, esperando que lo sucediera lo que creía que iba a suceder. Yo no había envejecido nada, pero siempre podría pasar que la otra parte si.
–Sí, sí. Ellie.
–Espero no haberte despertado.
Me levanté y abrí la puerta de mi habitación. Scar, efectivamente, estaba subido en la encimera, comiendo de la bolsa de galletas.
–No, tranquila. Ya estaba despierto.
–Bien, bien. Yo…no se muy bien cómo decir esto, qué incómodo.
No lo digas, no lo digas.
–Ayer se te quedó la cartera aquí y uno de los perros la usó como juguete. Las tarjetas están bien, pero me temo que la cartera no tiene arreglo.
–La cartera –repetí sin saber muy bien que decir.
–Sí, pero si me dices dónde la compraste puedo comprarte otra sin problema.
Scar se acercó a mí y me agaché para acariciarlo.
–Tranquila. Si te viene bien puedo acercarme ahora para ir a buscar lo que quede de ella.
–Sí, claro. Perfecto.
Me despedí y colgué. Scar me miró desde el suelo, moviendo la cola alegremente, y advertí un pequeño destello blanco en su pelo. Una cana. Me di cuenta de que, al igual que los humanos, los perros no envejecen hasta que encuentren a alguien a quien quieran con todo su corazón. Hasta ahora, no había caído en que no tiene que ser amor romántico, sino que basta con el amor incondicional de un perro a su dueño.
–Al menos uno de los dos envejece –suspiré.

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