martes, 28 de junio de 2016

Icarus

Ícaro batió sus alas cada vez más fuerte, a pesar de notar que el aire comenzaba a calentarse rápidamente. Miró hacia abajo y observó el mundo a sus pies. Allí el mar se extendía furioso hasta el horizonte, haciendo que las olas chocaran unas contra otras con un sonido parecido a un rugido. Al volver a mirar al frente, Ícaro vio tierra por fin y, sobre una piedra, una joven trenzaba su pelo resplandeciente. A medida que se acercaba, se dio cuenta de que no era solo su pelo, sino que toda ella brillaba con la potencia digna de un sol.
       Cuando Ícaro posó sus pies en la hierba fresca y sus alas descansaron a su espalda, ella levantó la mirada y lo vio en la oscuridad que los rodeaba. En lugar de asustarse, ladeó la cabeza con curiosidad y ambos se quedaron mirando durante unos minutos hasta que por fin ella rompió el silencio.
—¿No te han advertido que no debes volar demasiado alto?
Él se acercó unos pasos y notó una ola de calor intenso que aumentaba con cada paso que daba.
—¿Quién eres?
Ella paró su tarea y lo miró.
—¡Qué modales!—contestó ella levantándose—Tengo muchos nombres, ninguno de ellos importa realmente. Y tú valiente viajero, ¿qué haces volando por aquí?
—Yo…—Ícaro vaciló y pasó una mano por su pelo—Bueno, podría decir que estoy huyendo.
Se acercó un poco más, ignorando el calor del aire que rodeaba a su misteriosa acompañante. Algo en ella le atraía, como una energía gravitatoria que le abrazaba y tiraba de él. Podría ser el color miel de sus ojos que desprendía un fuego vibrante o la energía que ella emanaba.
—¿Y de qué huyes?
—De un rey maldito.
Ella se quedó mirándolo sospesando la respuesta e Ícaro pensó que casi parecía que no creyera su respuesta.
—Debes irte—concluyó ella de repente, caminando en dirección al bosque que se extendía detrás de ellos.
Al hacerlo, Ícaro notó que el aire se enfriaba poco a poco, pero adelantó unos pasos para alcanzarla y caminó a su lado.
—¡Espera! Aún no sé tu nombre.
—Ya te he dicho que no tiene importancia. Tienes que irte.
—Pero-
La chica se giró para mirarlo, y la llama de sus ojos pareció atenuarse.
—No lo entiendes, no estás seguro aquí. No puedes quedarte, pero te puedo decir que no es de un rey de quien huyes, y cuanto antes descubras de qué huyes realmente, antes serás libre.
Volvió a alejarse dejando a Ícaro atrás, quien la miró desconcertado antes de volver a dar unas zancadas para alcanzarla.
—¡Eh! ¿Cómo que no sé de qué huyo realmente? —levantó la mirada hacia el cielo cubierto de estrellas y volvió a mirarla— Da igual, me quedaré hasta que la noche pase, no puedo volar sin luz; me chocaría y caería.
—Aquí la noche nunca pasa. La oscuridad es permanente.
Ícaro paró en seco y miró al cielo.
—No puede ser. No sé volar sin ver a donde voy—susurró para sí mismo más que para ella.
—¿Es que tienes las alas desde ayer o qué?
—Sí—Ella paró y se giró para mirarlo, pero él miraba al suelo—Mi padre me las construyó para poder huir. Tengo que volver con él.
—¿Dónde está? —preguntó ella, acercándose un poco.
Él se encogió de hombros y la miró.
—No se, me dejé llevar por el poder de volar y no me di cuenta de dónde estaba él—De repente levantó la vista y abrió los ojos—. Puede que fuera más lento y aún pueda alcanzarlo.
Ícaro salió corriendo en dirección al claro donde había encontrado a la joven, y ella le siguió con miedo de que se tirara al vacío sin mirar atrás. Al llegar al precipicio, Ícaro miró hacia abajo pero todo estaba negro y no se veía nada. Se dio la vuelta justo a tiempo de encontrarla detrás de él y volvió a mirar hacia abajo.
—Ícaro no lo hagas.
Él la miró, aún con el corazón latiéndole rápidamente.
—No te he dicho mi nombre. ¿Cómo lo sabes?
—No saltes.
—¿Quién demonios eres? —exclamó Ícaro nervioso.
Ella dio un paso hacia delante y le tocó la mejilla para calmarlo. La respiración del chico se ralentizó mientras miraba las llamas de sus ojos, pero notó allí donde estaba su mano un calor insoportable.
—Como te he dicho tengo varios nombres: Sigel, Sunne, Álfröðull. La mayoría me conoce como Sol—apartó la mano y lo miró con ojos tristes—. Estaba escrito que nos encontráramos pero no pensé que fuera tan pronto.
Ícaro deslizó la mano por su mejilla y sintió el calor disipándose a medida que los segundos pasaban.
—Sol…
—Según la profecía llegarías a mí y caerías. Y morirías.
Ícaro miró hacia debajo de nuevo.
—Pero tengo que saltar. Tengo que volver.
—No puedes arriesgarte sin saber cómo volver.
Ícaro la miró con esperanza.
—Eres el Sol, te sostienes en el aire, en la oscuridad. Prácticamente vuelas; puedes enseñarme.
Sol dio unos pasos atrás y negó con la cabeza.
—No…yo…es diferente.
—No lo es. Por favor, ayúdame.
Se miraron durante un momento y Sol suspiró.
—Lo intentaré.
Así, Ícaro empezó a entrenar para volar con fluidez y soltura sin necesidad de usar sus ojos como guía. Sol le ayudaba y le instruía con lo que sabía. Pasaban todo el tiempo juntos y, cuando Ícaro no estaba entrenando, se sentaban en el claro y hablaban sobre lo primero que se les ocurría. El tema preferido de Sol era la vida en la tierra, mientras que a Ícaro le fascinaba el mundo flotante. Ícaro le contó su historia y cómo había acabado en el laberinto de la isla de Creta y cómo, a pesar de ser culpa de su padre, se sentía orgulloso ya que era consecuencia de haber ayudado al famoso Teseo a derrotar al Minotauro.
Para cuando Ícaro controlaba el vuelo a la perfección, ambos habían aprendido del otro y les unía un fuerte vínculo. A la hora de su partida se acercaron al borde y miraron hacia abajo. Ícaro dio un paso atrás y miró a Sol, cuyos ojos ardían con una tenue llama reflejo de la tristeza que sentía, pues cuando Ícaro se fuera, volvería a estar sola de nuevo.
—¿Recuerdas que me dijiste que no sabía de qué huía realmente? —susurró él, a lo que Sol asintió—. Creo que ya lo sé. Huyo de mí, de mis defectos.
Ella extendió el brazo para tocarle la mejilla con una sonrisa triste, pero antes de tocarlo la dejó caer, consciente de que le haría daño.
—No, Ícaro. Tus defectos son parte de ti, al igual que tus cualidades, y no debes huir de ninguna de las dos cosas porque eso hace que tú seas tú, y tú eres especial. Huyes de tus propios miedos, a estar solo, a no tener a nadie.
—Contigo no me siento solo, sé que siempre estarás ahí.
—Sí, siempre…—susurró ella consciente de lo que eso conllevaba.
Él dio un paso hacia delante para acercarse pero ella dio uno hacia detrás.
—Sol-
—Debes irte ya—Ícaro dio otro paso y le puso una mano en la mejilla—. Te voy a hacer daño.
La mano del chico comenzó a calentarse pero no le importó.
—Este tiempo contigo es más valioso que poder volar a oscuras, o poder volar a donde sea—su mano comenzó a derretirse lentamente por el contacto prolongado, pero no le importó y acercó su frente a la de ella—. Al fin soy libre, me siento libre sin necesidad de volar.
—No tiene que ser así.
Él acercó los labios a los de ella, quien inclinó la cabeza hacia delante.
—Yo lo quiero así. ¿Lo quieres tú?
—Te quiero a ti.
Ícaro sonrió, sus labios casi rozando los de ella, las lágrimas de los dos mezclándose al caer al césped bajo sus pies.
—Al final la profecía era cierta. Llegaría y caería, lo que no sabía es que sería por ti.
Sus labios se juntaron e Ícaro sintió que el calor le envolvía. No sentía dolor, sólo se dejaba abrazar por ella a medida que su cuerpo se calentaba y se llenaba de luz. Las lágrimas de ella caían sobre su cuerpo y derretían a su paso hasta que al final se desvaneció por completo. Sol se quedó inmóvil aceptando que así se había escrito y así debía suceder.

Miró al suelo y vio una pluma blanca, el único indicio de que Ícaro había estado allí. Alcanzó una estrella y con su calor creó un cristal que cubrió la pluma para protegerla, de manera que siempre se recordara el paso de Ícaro por el Sol.



No hay comentarios:

Publicar un comentario