Ícaro batió sus alas cada vez más
fuerte, a pesar de notar que el aire comenzaba a calentarse rápidamente. Miró
hacia abajo y observó el mundo a sus pies. Allí el mar se extendía furioso
hasta el horizonte, haciendo que las olas chocaran unas contra otras con un
sonido parecido a un rugido. Al volver a mirar al frente, Ícaro vio tierra por
fin y, sobre una piedra, una joven trenzaba su pelo resplandeciente. A medida
que se acercaba, se dio cuenta de que no era solo su pelo, sino que toda ella
brillaba con la potencia digna de un sol.
—¿No te han advertido que no debes
volar demasiado alto?
Él se acercó unos pasos y notó una
ola de calor intenso que aumentaba con cada paso que daba.
—¿Quién eres?
Ella paró su tarea y lo miró.
—¡Qué modales!—contestó ella
levantándose—Tengo muchos nombres, ninguno de ellos importa realmente. Y tú
valiente viajero, ¿qué haces volando por aquí?
—Yo…—Ícaro vaciló y pasó una mano
por su pelo—Bueno, podría decir que estoy huyendo.
Se acercó un poco más, ignorando
el calor del aire que rodeaba a su misteriosa acompañante. Algo en ella le
atraía, como una energía gravitatoria que le abrazaba y tiraba de él. Podría
ser el color miel de sus ojos que desprendía un fuego vibrante o la energía que
ella emanaba.
—¿Y de qué huyes?
—De un rey maldito.
Ella se quedó mirándolo sospesando
la respuesta e Ícaro pensó que casi parecía que no creyera su respuesta.
—Debes irte—concluyó ella de
repente, caminando en dirección al bosque que se extendía detrás de ellos.
Al hacerlo, Ícaro notó que el aire
se enfriaba poco a poco, pero adelantó unos pasos para alcanzarla y caminó a su
lado.
—¡Espera! Aún no sé tu nombre.
—Ya te he dicho que no tiene
importancia. Tienes que irte.
—Pero-
La chica se giró para mirarlo, y
la llama de sus ojos pareció atenuarse.
—No lo entiendes, no estás seguro
aquí. No puedes quedarte, pero te puedo decir que no es de un rey de quien huyes, y cuanto antes descubras de qué huyes realmente, antes serás libre.
Volvió a alejarse dejando a Ícaro
atrás, quien la miró desconcertado antes de volver a dar unas zancadas para
alcanzarla.
—¡Eh! ¿Cómo que no sé de qué huyo
realmente? —levantó la mirada hacia el cielo cubierto de estrellas y volvió a
mirarla— Da igual, me quedaré hasta que la noche pase, no puedo volar sin luz; me chocaría y caería.
—Aquí la noche nunca pasa. La
oscuridad es permanente.
Ícaro paró en seco y miró al
cielo.
—No puede ser. No sé volar sin ver a donde voy—susurró para sí mismo más que para ella.
—¿Es que tienes las alas desde
ayer o qué?
—Sí—Ella paró y se giró para
mirarlo, pero él miraba al suelo—Mi padre me las construyó para poder huir.
Tengo que volver con él.
—¿Dónde está? —preguntó ella,
acercándose un poco.
Él se encogió de hombros y la
miró.
—No se, me dejé llevar por el poder de volar y no me di
cuenta de dónde estaba él—De repente levantó la vista y abrió los ojos—. Puede
que fuera más lento y aún pueda alcanzarlo.
Ícaro salió corriendo en dirección
al claro donde había encontrado a la joven, y ella le siguió con miedo de que
se tirara al vacío sin mirar atrás. Al llegar al precipicio, Ícaro miró
hacia abajo pero todo estaba negro y no se veía nada. Se dio la vuelta justo a tiempo de
encontrarla detrás de él y volvió a mirar hacia abajo.
—Ícaro no lo hagas.
Él la miró, aún con el corazón
latiéndole rápidamente.
—No te he dicho mi nombre. ¿Cómo
lo sabes?
—No saltes.
—¿Quién demonios eres? —exclamó
Ícaro nervioso.
Ella dio un paso hacia delante y
le tocó la mejilla para calmarlo. La respiración del chico se ralentizó
mientras miraba las llamas de sus ojos, pero notó allí donde estaba su mano un
calor insoportable.
—Como te he dicho tengo varios
nombres: Sigel, Sunne, Álfröðull. La mayoría me conoce como Sol—apartó la mano y lo miró
con ojos tristes—. Estaba escrito que nos encontráramos pero no pensé que fuera
tan pronto.
Ícaro deslizó la mano por su
mejilla y sintió el calor disipándose a medida que los segundos pasaban.
—Sol…
—Según la profecía llegarías a mí
y caerías. Y morirías.
Ícaro miró hacia debajo de nuevo.
—Pero tengo que saltar. Tengo que
volver.
—No puedes arriesgarte sin saber cómo volver.
Ícaro la miró con esperanza.
—Eres el Sol, te sostienes en el
aire, en la oscuridad. Prácticamente vuelas; puedes enseñarme.
Sol dio unos pasos atrás y negó
con la cabeza.
—No…yo…es diferente.
—No lo es. Por favor, ayúdame.
Se miraron durante un momento y
Sol suspiró.
—Lo intentaré.
Así, Ícaro empezó a entrenar para
volar con fluidez y soltura sin necesidad de usar sus ojos como guía. Sol le
ayudaba y le instruía con lo que sabía. Pasaban todo el tiempo juntos y, cuando
Ícaro no estaba entrenando, se sentaban en el claro y hablaban sobre lo primero
que se les ocurría. El tema preferido de Sol era la vida en la tierra, mientras
que a Ícaro le fascinaba el mundo flotante. Ícaro le contó su historia y cómo
había acabado en el laberinto de la isla de Creta y cómo, a pesar de ser culpa
de su padre, se sentía orgulloso ya que era consecuencia de haber ayudado al
famoso Teseo a derrotar al Minotauro.
Para cuando Ícaro controlaba el
vuelo a la perfección, ambos habían aprendido del otro y les unía un fuerte vínculo.
A la hora de su partida se acercaron al borde y miraron hacia abajo. Ícaro dio
un paso atrás y miró a Sol, cuyos ojos ardían con una tenue llama reflejo de la
tristeza que sentía, pues cuando Ícaro se fuera, volvería a estar sola de
nuevo.
—¿Recuerdas que me dijiste que no
sabía de qué huía realmente? —susurró él, a lo que Sol asintió—. Creo que ya lo
sé. Huyo de mí, de mis defectos.
Ella extendió el brazo para
tocarle la mejilla con una sonrisa triste, pero antes de tocarlo la dejó caer,
consciente de que le haría daño.
—No, Ícaro. Tus defectos son parte
de ti, al igual que tus cualidades, y no debes huir de ninguna de las dos cosas
porque eso hace que tú seas tú, y tú eres especial. Huyes de tus propios
miedos, a estar solo, a no tener a nadie.
—Contigo no me siento solo, sé que
siempre estarás ahí.
—Sí, siempre…—susurró ella
consciente de lo que eso conllevaba.
Él dio un paso hacia delante para
acercarse pero ella dio uno hacia detrás.
—Sol-
—Debes irte ya—Ícaro dio otro paso
y le puso una mano en la mejilla—. Te voy a hacer daño.
La mano del chico comenzó a
calentarse pero no le importó.
—Este tiempo contigo es más
valioso que poder volar a oscuras, o poder volar a donde sea—su mano comenzó a
derretirse lentamente por el contacto prolongado, pero no le importó y acercó
su frente a la de ella—. Al fin soy libre, me siento libre sin necesidad de
volar.
—No tiene que ser así.
Él acercó los labios a los de
ella, quien inclinó la cabeza hacia delante.
—Yo lo quiero así. ¿Lo quieres tú?
—Te quiero a ti.
Ícaro sonrió, sus labios casi
rozando los de ella, las lágrimas de los dos mezclándose al caer al césped bajo
sus pies.
—Al final la profecía era cierta. Llegaría
y caería, lo que no sabía es que sería por ti.
Sus labios se juntaron e Ícaro
sintió que el calor le envolvía. No sentía dolor, sólo se dejaba abrazar por ella a medida que su cuerpo se calentaba y se llenaba de luz. Las lágrimas de
ella caían sobre su cuerpo y derretían a su paso hasta que al final se
desvaneció por completo. Sol se quedó inmóvil aceptando que así se había
escrito y así debía suceder.
Miró al suelo y vio una pluma
blanca, el único indicio de que Ícaro había estado allí. Alcanzó una estrella y
con su calor creó un cristal que cubrió la pluma para protegerla, de manera que
siempre se recordara el paso de Ícaro por el Sol.
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