En todos los libros
que he leído, siempre describen los hospitales como lugares limpios, de blanco
impoluto y colores alegres, donde hay esperanza. Nunca te dicen que el olor a
desinfectante impregna el aire, se te mete en la nariz y te da la sensación que
nunca se irá, ni que el ambiente no es de paz y esperanza. Más bien lo
contrario.
Desde mi habitación
puedo oír los quejidos de los demás pacientes. Por las noches es aún peor que
por el día; el menos cuando hay sol puedo salir de la planta y alejarme de la
mía. Me doy la vuelta en la cama y me tapo los oídos con la almohada para
intentar no escucharlos, pero solo me da la sensación de que aumentan, de modo
que vuelto a la misma posición de antes y suspiro suavemente para no despertar
a mi compañero de habitación.
El día que ingresé,
no pensé que me fuera a ir tan mal. Mis padres me habían encontrado en la ducha
teniendo convulsiones, rodeado de vómito y sangre que manaba de mi cabeza del
golpe que me había dado al desplomarme. Había oído gritar a mi madre y visto el
gesto de asco de mi padre. Aun así, me recogieron y me llevaron corriendo al
hospital, donde me diagnosticaron sobredosis y me realizaron un lavado de
estómago. Todos creyeron que simplemente me había drogado y se me había ido la
mano, pero no pensaron que había sido un intento –patético, por cierto—de
suicidarme. Pensé que las pastillas tardarían en hacer efecto, pero debí de
cometer algún error porque al ir a disfrutar de la que yo creía que sería mi
última ducha, la química actuó. Si antes no estaba muy seguro de querer dejar
este mundo, ahora estaba segurísimo al 100%. El ridículo y la vergüenza de toda
la experiencia, de que mis padres me vieran así, de que me miren como si no me
conocieran pensando que era un drogadicto, de que mis amigos actúen de la misma
manera, todo eso sólo hizo que se me quitaran las ganas de seguir viviendo.
Sólo de recordarlo, las mejillas se me encienden y deseo que me hubiera
funcionado el plan.
Aun así, pensé que
ingresar en el hospital sería una experiencia enriquecedora, que conocería
mucha gente interesante y viviría alguna aventura que me hiciera recuperar el
sentido de la vida. Cuatro días después de entrar, sigo en la misma situación o
peor. La gente no es nada interesante, al contrario son muy ordinarias e
incluso aburridas, y en cuanto a la aventura, lo más impresionante que ha
pasado ha sido encontrar un libro con todas las páginas en su sitio y no
arrancadas o incompleto. Por suerte, mi médico me dijo que mañana posiblemente
pueda irme a mi casa, aunque no se si eso es bueno, al menos estaré en mi cama,
en mi habitación con mis cosas y nada de ruidos de máquinas médicas día y
noche.
Es mi última noche,
pienso, y yo aquí intentado dormir. Me incorporo en la cama lentamente y me
pongo mis zapatillas, preparado para dar una última vuelta por el edificio.
Escucho atentamente en la puerta, en busca del sonido de pisadas del enfermero
de turno acercándose, pero no escucho nada más que el sonido ambiente del
hospital, así que abro la puerta con cuidado de no hacer ruido y compruebo el
pasillo. Algo bueno de mi habitación es que como no soy un paciente grave,
estoy bastante alejado de la central de enfermeros, los cuales ahora oigo
hablando a lo lejos. Les encanta quedarse cotilleando sobre los pacientes y sus
compañeros, aunque ellos crean que nadie les oye. Aprovecho el momento para
salir corriendo en dirección a la puerta automática que da a la torre del
helicóptero. Las puertas se abren silenciosamente y yo me cuelo entre ellas,
deslizándome gracias al resbaladizo suelo. Nada más entrar, las puertas se
cierran tras de mí y me adentro en el silencio de la torre.
Está muy vacía, sólo tiene un ascensor grande
en mitad de la forma de círculo que tiene la torre y rampas en forma de caracol
que une una planta con la otra. Hay algunas puertas a los lados, que contienen
productos de mantenimiento, pero de resto todo vacío. No tiene nada de
especial, pero las vistas son impresionantes. Toda la torres está formada por
grades cristaleras por las que se puede ver cómo bailan las luces de la ciudad
debajo de mi. Observarlas me hace sentir poderoso, con confianza del tipo que
puedo conseguir cualquier cosa. Luego recuerdo el desastre que es mi vida y se
me pasa.
Subo corriendo por la
rampa, hasta que noto mis pulmones inflándose y desinflándose rápidamente
rogando por un poco de aire y mis gemelos me arden de la subida. Llego a la
última planta y recupero el aliento que me falta al acercarme a la ventana.
Puede que lo haya pasado mal en este sitio, pero al menos me llevo esta
sensación momentánea de euforia que siento al subir aquí arriba. Me siento en
la cornisa interior de la ventana y me siento ahí, solo observando mi
alrededor. Miro hacia abajo y me pregunto, como todas las veces que he subido
aquí desde que descubrí este sitio, si sobreviviría a la caída o si sería otro
fracaso más en mi torpe vida. Toco el cristal y pienso que es muy fácil, un
poco de presión y lo noto ceder bajo mis dedos. Solo un empujoncito…
Oigo pasos acelerados
unos pisos más abajo y el corazón se me dispara. Los pasos se acercan y yo me
asomo con cuidado para ver de qué se trata. Espero ver a algún enfermero
corriendo por una urgencia pero me sorprende ver un rastro de pelo oscuro de
una chica joven, más o menos de mi edad, con un pijama azul. Me quedo en el
sitio observando cómo avanza, subiendo de planta en planta hasta que llega a la
última y se para en seco al verme. Respira agitadamente, tiene el pelo revuelto
de la carrera y me mira confundida.
—¿Eres un enfermero?—
me suelta.
Niego con la cabeza,
aún confundido por la situación y ella suspira visiblemente aliviada.
—Bien, guay. Menos
mal— me mira atentamente una vez recupera el aliento. —¿Quién eres entonces?
Aún atónito, me
cuesta darme cuenta de que me está haciendo una pregunta, pero rápidamente me
recupero.
—¿Quién eres tú?— le
espeto.
Ella levanta las
manos en defensa poniendo los ojos en blanco, aproximándose a la cornisa donde
yo estaba sentado unos segundos antes.
—Tranquilo, tigre.
Soy Raquel. Si no me dices tu nombre, tampoco me dirás de qué planta eres, ¿no?
—Hugo, planta 5— le
respondo casi desafiante. Ella asiente y hace una mueca.
—Los lavados de
estómago son lo peor, te comprendo— Frunzo el ceño ante el acierto, ya que la
planta no especifica que sea para pacientes de lavado de estómago. Ella esboza
una media sonrisa al ver mi cara.— Se te nota. Lo he pasado y sé cómo te
quedas después de una experiencia tan bonita.
—¿Y tú? ¿Por qué
estás aquí?
—Qué rápido nos
adentramos en una conversación profunda, ¿eh? Dejémoslo en que estoy en la
planta 3, de psiquiatría— Me mira y levanta una ceja, como retándome a adivinar
el por qué de su ingreso.— ¿Seré una loca pirómana con ansias de asesinar o
simplemente mis padres creen que debo estar controlada por psicólogos porque
creen que quiero suicidarme para llamar la atención? Qué misterio.
Pongo los ojos en
blanco ante su descaro y me apoyo en la barandilla de la rampa.
—¿Vas de chica
misteriosa o qué?
—Puede.
Me mira a los ojos
durante un largo rato con una sonrisa burlona en la cara.
—Qué cliché— digo
al sentarme a su lado, mirando hacia la ventana. Ella se gira a mi lado e imita
mi posición.— ¿Se supone que ahora me enamoro de ti, siendo un misterio como
eres, y tendremos una conversación profunda que desembocará en un golpe del
destino que hará que le vea sentido a la vida de nuevo?
—Podemos saltarnos
la conversación e ir directos al lío.
Giro la cabeza para
mirarla y veo de nuevo esa sonrisa juguetona, bromeando.
—¿Qué haces aquí
arriba de todas maneras?— me pregunta cambiando de tema.
—¿Y tú?
—¿Tienes que
responder a todas mis preguntas con un “y tú”? No dejas nada a la imaginación.
Para tu información, no es la primera vez que me ingresan aquí, así que ya
conozco bastante bien este lugar y este es el mejor para cuando no puedes
dormir.
Me lanza una mirada
indicándome que era mi turno para hablar, pero en vez de contestar, me asalta
la curiosidad.
—¿No es tu primera
vez?
—¿De qué estamos
hablando?— Noto el color en mis mejillas y me aclaro la garganta. Ella se ríe;
parece disfrutar haciéndome pasarlo mal.— No lo es. Ahora tú, ¿qué haces aquí
arriba?
—Por la misma razón,
es un buen sitio.
—Que escueto eres
con las palabras, parece que hay que sacártelas con cuchara. ¿Y por qué te
hicieron el lavado? ¿Debería preocuparme de que me pidas pastillas para
drogarte?
No puedo evitar
reírme.
—Parece que es lo
primero en lo que piensan todos, que soy un drogadicto.
—¿De modo que no lo
eres?
—No— le digo negando
con la cabeza. Pasan algunos segundos antes de volver a hablar, y la verdad es
que me siento mucho mejor al decirlo por primera vez en voz alta.— Fue un
intento bastante idiota de suicidarme.
Espero el grito
ahogado, la mirada sorprendida o un silencio incómodo. Sin embargo, Raquel solo
asiente con la cabeza y pone la mano en el cristal como yo había hecho antes.
—Es un cristal
frágil.
Asiento, sin saber
muy bien hacia dónde va la conversación.
—No creo que nadie
pueda sobrevivir a la caída. ¿Tú que crees?
Me mira esperando
respuesta y por primera vez en la noche, la veo seria. Me encojo de hombros y
niego con la cabeza, aún sin respuesta a esa misma pregunta que yo ya me había
hecho. De repente, sacude la cabeza y vuelve a sonreír como si nada hubiera
pasado.
—Eres un debilucho,
Hugo. Todo el mundo sabe que la mejor manera de hacerlo es el gas.
—¿Lo sabes por
experiencia o qué?— le espeto un poco enfadado por llamarme débil. Ella me mira
y se retoca las mangas del pijama hasta agarrarlas con los dedos. Vuelve la
mirada hacia las luces de la calle y me responde visiblemente ofendida por mi
comentario.
—¿De verdad creías
que era una pirómana, imbécil?
Caemos en un
silencio incómodo y de repente me siento mal por haber arremetido contra ella.
Se vuelve a tocar las mangas y deduzco sin riesgo a equivocarme que bajo la
tela encontraría marcas en la piel.
—Entonces,—
intento—¿nada de asesinatos? Yo que esperaba poder contar al salir que conocí a
una loca pirómana con ansias de matar y salí con vida del encuentro. Todos me
envidiarían.
Ella pone los ojos
en blanco, una costumbre por lo que parece.
—Ya te gustaría a
ti. Sin embargo, tengo una vida bastante interesante, no solo los asesinos la
tienen.
—No sé yo…— la
provoco.
—Dime alguien que
conozcas que haya intentado 10 maneras diferentes de suicidarse, listillo.
La miro sorprendido.
10 veces, todas fracasos. Y yo me siento mal por mi experiencia fallida.
—Vaya, de verdad
quieres morir.
—O quiero llamar la
atención, como dicen mis padres.
Me quedo sin saber
que más decir, aunque me muero por preguntarle, pero tengo miedo de que se lo
tome como una invasión, de modo que me quedo callado. A ella, por el contrario,
parece que no le gusta quedarse en silencio así que no tarda en levantarse.
—¿Has visto el
helicóptero? Esta noche se queda aquí— Niego con la cabeza y ella me anima.—
Vamos.
—¿Se puede pasar
acaso?
—¿Se puede estar
aquí acaso? Vamos cobarde, te echo una carrera.
Y sin más echa a
correr, y me apresuro en seguirla para no perderla de vista. Se mete por una
puerta por la que no había entrado antes y yo voy detrás de ella, dando a unas
escaleras grises y sosas. Subo los escalones de dos en dos y justo cuando ella
cruza otra puerta, la alcanzo a la vez que el aire me golpea en la cara. Me
sorprende el fresco de la noche. El helicóptero está inmóvil, oscuro e
imperioso en medio de la plataforma de aterrizaje. Nunca había visto uno tan
cerca, ni pensé que me fascinaría tanto al hacerlo. Las astas se veían enormes
desde abajo, amenazantes. Los dos nos quedamos mirándolo maravillados por el
poderío que desprende. Pasan unos instantes hasta que noto que me tiran de la
camisa del pijama.
—Vamos,— me dice
Raquel.— No nos podemos quedar mucho o nos descubren.
Salimos corriendo de
nuevo y volvemos a nuestro sitio de antes.
—Desde ahora me
declaro fan de los helicópteros.
—Friki— Raquel me
mira y se ríe ante mi cara de mal humor. Espera hasta que la risa se apague
poco a poco y reine el silencio antes de volver a hablar. Parece no hablarme a
mi en concreto, mirando la ciudad a nuestros pies.— A veces creo que tienen
razón, ¿sabes? Que solo quiero llamar la atención. No tengo ninguna razón de
peso como para querer hacerlo, no me faltan amigos, ni caprichos, me va bien en
los estudios, pero simplemente no soy feliz. Veo como los demás si lo son y me
siento culpable de no serlo, como si no mereciera vivir. Pero no hay ninguna
razón concreta.
Me pilla por
sorpresa su sinceridad y aún más lo me que dice. Tardo un poco en contestar y
rompo el silencio que parece acecharnos.
—A mi me parece
bastante concreta. Te comprendo.
Raquel me mira y me
sonríe, pero no como las otras veces, sino esta vez de verdad, con pura
gratitud. Sin embargo, dura poco.
—Así que esta es la
conversación profunda de la que hablabas. ¿Ya te estás enamorando de mí?
—Más quisieras tú.
—Perdona, el ligón
supremo tenemos aquí.
Ambos nos reímos y
caemos en conversaciones tribales, sobre estilos de música, los médicos y
enfermeros que creemos que están liados, jugamos a adivinar la vida de los
pacientes. Cualquier cosa vale. Las horas pasan tan deprisa que ni nos damos
cuenta, hasta que empieza a haber una ligera luz en el cielo, indicando que
llega la mañana. Los dos observamos por la ventana cómo la claridad intenta
abrirse paso entre tantas nubes; creo que por primera vez, el tiempo no
acompaña mis emociones. Tras un rato, Raquel se levanta.
—O nos vamos ya o
enviarán a una tropa a buscarnos. En especial a mí— Inclino la cabeza
confundido y ella me lo aclara.— ¿10 intentos de suicidio? Bueno, suerte con la
vuelta al mundo real. Espero no volver a verte por aquí.
Me pongo de pie a su
lado y sonrío.
—Y yo espero que
salgas pronto y no vuelvas.
—Qué grandes
esperanzas tienes— Nos quedamos incómodos uno en frente del otro sin saber muy
bien que hacer. Por suerte, ella da el paso y, sorprendentemente me abraza.—
Nos vemos por ahí, gracias por esta noche.
Las palabras
parecen huir de mi boca y sólo me queda verla irse corriendo rampa abajo.
Vuelvo a la habitación unos minutos después, con un sentimiento de… ¿felicidad?
No me lo había pasado tan bien en mucho tiempo. Mi doctora aparece un par de
horas después para darme el alta, como era previsible, y mis padres me traen
una mochila con ropa para cambiarme y el trámite se hace muy rápido, y lo vivo
casi en modo automático repasando la noche anterior.
Dos días después, me vuelvo a adentrar en el
hospital, pero esta vez no voy con intención de ingresar. Me dirijo al ascensor
y presiono el número 3, con ganas de vivir por primera vez en mucho tiempo.
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